UN DÍA DE MI VIDA EN EL TEATRO
Por Lorena Illoldi
“Gente de teatro”, nos llaman. Los de la legua, los saltimbanquis, los teatreros, pues. De las múltiples identidades que me he ido construyendo a lo largo de mi vida, es la del teatro una de mis máscaras favoritas. Con pretexto de esta fecha doy gracias a Dios porque mi vida es mejor gracias al teatro, arte que me brinda la oportunidad de devolver algo de lo mucho que el universo me regala y poner mi granito de arena para hacer de este mundo un sitio mejor.
“Un pueblo sin teatro es un pueblo sin verdad” dijo Rodolfo Usigli, frase que conocí por boca de mi amigo y maestro Alberto López (QUEPD), director y promotor cultural que con su ejemplo me mostrara el camino, igual que otros de mis maestros, entre ellos Refugio Hernández y Carlos Valdez, quienes con su quehacer entregado y comprometido me señalaron la senda a seguir en esta hermosa profesión. Como ellos, decidí un día hace ya más de veinte años abrazar formalmente al teatro como forma de vida, decisión de la que jamás me arrepiento.
¿Cómo vive un teatrista que no es “famoso” según el esquema comercial? ¿Cómo vivimos y sobrevivimos los teatreros que no aparecemos en la televisión o que no concurrimos en los grandes circuitos del llamado teatro “profesional”? Por puro amor al arte, tal y como dice el conocido refrán, por puro amor y necedad y persistencia, por pura pasión y convencimiento de que a través del arte escénico podemos cambiar conciencias y tocar almas en los espectadores y propiciar así una auténtica transformación social.
¿Idealistas? Claro. ¿Soñadores? Por supuesto. ¿Necios? Tenaces, preferiría yo. El teatro es un apostolado, lo digo seriamente. Ansia que se satisface solo en escena, es una energía que fluye entre el artista y público en ese mágico acto de comunión extrema que sucede solo en los espectáculos en vivo, lo que siempre he creído que es la más bella y fuerte característica del teatro, y que le permite resistir los embates de la modernidad que le ha robado espacios mediante el cine y la televisión, que no son sino variaciones sobre el mismo tema.
Hace más de veinte años, ver una sala en esta ciudad con cinco o 6 espectadores era lo común, y recuerdo que existía el dicho de “así sea para uno, la función se debe de dar”. Hoy, el trabajo de los incansables precursores como a los que hoy rendimos tributo ha rendido frutos y nuestras salas tiene más gente que antes, si bien aún aspiramos a convocar a más personas, pues es el público parte importante del fenómeno teatral, ya que es a ellos a quienes va dirigido nuestro trabajo al ser la gente el destinatario final de todas las voces, ideas, talentos y trabajo conjugado en una puesta en escena.
Pero el asunto era platicarles como es un día en la vida de un teatrista no comercial, de uno como yo que no es “famoso” ni estrella de la televisión y que tiene que trabajar de otra(s) cosa(s) para completar sus ingresos, y como quiera y a pesar de seguir haciendo teatro. Son tantos los recuerdos que contaré unos pocos.
Allá en la secundaria, me recuerdo saqueando la casa de mi madre para una obra y pidiendo prestada su sala, la cual tardaba semanas en volver a su sitio de origen. Recuerdo el montaje de la obra de Jodorowsky “El juego que todos jugamos” dirigida por el maestro Valdez, aquí presente, la cual ensayábamos en las oficinas de rectoría. Mi hija mayor tenía apenas unos meses –la otra ni nacía aún– y estaba en la etapa del andador. Y ahí me tienen yendo a dejar a mi hija en un extremo de esas enormes oficinas y correr al otro lado para ensayar un pedazo de la obra; mi hija avanzaba felizmente esa distancia y llegaba de nuevo a mí, que otra vez la iba a dejar por allá, y así, indefinidamente…
Me veo a mí misma multiplicada para ser madre, esposa, estudiante, trabajadora, y siempre, gente de teatro.
Me veo dando funciones de una obra y estrenado otra mientras mi madre está hospitalizada porque “el show debe continuar”. Me veo con mis hijas ya más grandes ayudándome a pintar escenografías, a coser vestuarios, a repartir programas de mano, a cobrar en la taquilla, e inclusive manejando el audio o luces, pues como buenas hijas de teatreros, no les quedó más remedio que colaborar en este mágico mundo de la ilusión.
Me veo necia, peleando y exigiendo por los espacios y la equidad de fondos y recursos oficiales para todos los teatristas y elevando la voz cuando creo que las cosas se pueden hacer de otro modo en que los beneficiados sean muchos, todos y no solo unos cuantos, y me recuerdo teniendo que contar con bajas morales entre quienes diferían de mi opinión, y me veo a mi misma señalada como revoltosa, prejuzgada y condenada por disentir, y a pesar de ello, seguir en el ejercicio de la crítica pensante y propositiva, aparejada del trabajo continuo que me mantiene en acción y vigente.
Me veo y me asumo como una artista comprometida que escogió el teatro como vehículo para decirle a la gente que el arte escénico es herramienta por excelencia para sanar el alma, elevar el espíritu, abrir la conciencia y hacer revolución y evolución social. Qué quieren, ya les dije que somos soñadores y creemos que es posible, y al creerlo, lo creamos, pues al paso de los años he descubierto que son la constancia y la disciplina las mejores armas para sacar adelante esta nuestra pasión.
El teatro en mi vida es directriz básica, pues acaba haciendo uno teatro arriba y abajo del escenario para sostener la magia, para engendrar la fuerza, para darle materia y sustancia a los esfuerzos de todos los que creemos que es posible en este mundo continuar con la tradición que empezara hace miles de años de contar y representar historias para otro que no soy yo.
El teatro es un arte efímero, pero creo que esa misma cualidad es la que la otorga esa belleza que atrapa, pues es tan efímero como lo es la vida misma, que dura solo un instante que a nosotros nos puede parecer eterno, y el teatro nos permite la oportunidad de tocar por instantes la inmortalidad de la creación y la comunión con el otro, el espectador, y en ese acto creativo, trascender para dejar constancia fiel de nuestro paso por la tierra y ser capaces de vivir libre y plenamente a través del arte.
Que viva hoy siempre el teatro, y loas a todos los que con empeño y tesón nos dedicamos a ellos, y gracias al espectador que hoy como siempre nos acompaña.
Texto leído el 28 de marzo de 2011,
en Ciudad Victoria, Tamaulipas,
en el evento para conmemorar
el día mundial del teatro y homenajear
a Manuel Garza y Ofelia Luna.
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