1812, 8 de febrero
Revolucionaria proclama expedida por Morelos en Cuautla,
en la que justifica ante el pueblo mexicano
la necesidad de alcanzar la independencia política,
Amados americanos y compatriotas míos que militáis bajo los estandartes de este Ejército del Sur:
Las repetidas victorias con que el cielo se ha especializado en proteger visiblemente los diversos combates que ha sostenido esta División, valiente y aguerrida, que hace temblar al enemigo sólo con el nombre de nuestro General invicto, son un testimonio claro y constante de la justicia de nuestra causa, por la que debemos derramar la última gota de nuestra sangre, antes que rendir nuestros cuellos al yugo intolerable del gobierno tirano. Y, sin duda, debemos esperar que con nuestra constancia y valor, el Dios de los Ejércitos, en quien está depositado todo el poder y fuerza de las naciones, disipará como ligera nube la miserable porción de europeos reunidos en nuestro perjuicio y les dará a conocer que los pueblos esclavizados son libres en el momento mismo en que quieren serlo, sacudiendo el enorme peso que los ha oprimido.
Volved los ojos, conciudadanos míos, al dichoso tiempo en que empezó nuestra santa revolución, y advertid que poco antes se nos estaba gravando con donativos frecuentes y pesados, hasta el exceso de querer sacar veinte millones de pesos para España, que dentro de pronto vendrían a parar y a dar fruto a la Francia. No recordéis por ahora las crecidas cantidades de oro y plata que, desde la conquista de Cortés hasta habrá año y medio, se han llevado los gachupines a su reino para habilitar a los extranjeros a costa de la ruina e infelicidad de los habitantes de este suelo; y sólo echad una mirada sobre los tributos y pensiones de que estaba cargado cada uno de vosotros respectivamente, sirviendo[se] aquellos tiranos de vuestro trabajo, de vuestras personas y de vuestras escaseces, para aumentar sus caudales con perjuicio vuestro, con desprecio de la humanidad y con total aniquilamiento de las crecidas familias inocentes.
Americanos. Es ya tiempo de decir la verdad conforme es en sí misma. Los gachupines son naturalmente impostores y con sus sofismas se empeñan en alucinaros para que no sigáis este partido. Nuestra causa no se dirige a otra cosa, sino a representar la América por nosotros mismos en una Junta de personas escogidas de todas las provincias, que en la ausencia y cautividad del Señor Don Fernando VII de Borbón, depositen la soberanía, que dicten leyes suaves y acomodadas para nuestro gobierno, y que fomentando y protegiendo la religión cristiana en que vivimos, nos conserven los derechos de hombres libres, avivando las artes que socorren a la sociedad, poniéndonos a cubierto de las convulsiones interiores de los malos y libertándonos de la devastación y acechanza de los que nos persiguen.
El gobierno de los gachupines es verdad que nos trata de herejes, ladrones y asesinos, de estrupantes, libidinosos e impolíticos, pero advertid que es antigua costumbre de ellos desacreditar a los que tienen por contrarios para conciliarse así alguna gente a su arbitrio. ¡Miserables! No se acuerdan que habrá dos años era Bonaparte su ídolo a quien casi veneraban como el ángel tutelar de la Península, y cuando les llegó a sus intereses y a sus dominios se convirtieron en sus mayores antipatías. Mas, dejando esto aparte, que hablen a favor nuestro los pueblos por donde hemos transitado, y que han sido el teatro de los más famosos ataques, y ellos publicarán cuál es nuestro modo de pensar y cuál la religiosidad tan decantada de los gachupines tiranos. Las venerables iglesias de Chautla, Jalmolonga y Tenancingo, a donde vosotros mismos visteis las majadas de los caballos, los inmundos restos de puros y los fragmentos de la bebida, a donde comían y se embriagaban con sus concubinas, convirtiendo en lupanares aquellos santos habitáculos, hablando allí las torpezas propias de la gente marina; estos sagrados lugares, repito, serán fieles testigos de nuestro decoro y de los atentados de aquellos sacrílegos, al paso que las gentes de las jurisdicciones conquistadas, no dejarán jamás de asegurar que allí no se han visto violencias, raptos y los otros morales trastornos que constituyen la anarquía.
Esto solo es bastante para que esta fértil y deliciosa monarquía se vea muy pronto independiente de los tiranos que perseguimos, aunque reconociendo siempre a su soberano, en el caso de que no se halle contagiado de francesismo; y en tan suspirado momento, conoceréis que se trata en la presente guerra de haceros dueños y señores libres del país abundante y delicioso en el que habéis nacido. Hasta ahora ¿quiénes han disfrutado los empleos, desde virreyes y arzobispos, hasta subdelegados y oficiales de las oficinas? ¿Y quiénes han pretendido abatir al criollismo, llegando al grado de pretender que los hijos nuestros no conocieran jamás una cartilla?
Americanos. Los gachupines están poseídos de la oligarquía y del egoísmo, profesan la mentira y son idólatras de los metales valiosos, preciosos. Por este ahínco y por su insaciable codicia, han tocado en el extremo de persuadir que sus negocios políticos tienen dependencia con la Ley Divina. Llaman, por lo mismo, causa de religión la que defienden, fundados nada más que en la dilatada posesión que a fuerza de armas se tomaron en este reino hace cerca de tres siglos; mas demasiado constantes son las tiranías que han ejercido con los indios, antes y después de su indebida conquista, privando a los habitantes de estos climas de sus derechos, tratándolos poco menos que a unos autómatas y tomándose sobre nosotros el más audaz y punible predominio.
Hombres ignorantes y presumidos que jactáis tanto de religión y cristianismo, ¿Por qué mancháis tan sagrados caracteres con impiedades, blasfemias y deseos inicuos? En efecto, estos gachupines son los que roban y saquean los pueblos, desapareciendo los más hermosos edificios de su superficie. ¿Quién pensó jamás marcar a sus semejantes, como despreciables pollinos? ¿No son estos bárbaros los que ultrajan el sacerdocio, los que hacen gemir aherrojados a sus ministros y los que juzgan de sus procesos sin acordarse del sagrado carácter que los reviste y sin pensar en el fuero particularísimo con que la Iglesia los ha distinguido?
Por lo mismo, amados conciudadanos míos, ya que la Divina Providencia por sus secretos designios ha levantado ejércitos terribles y generales expertos que reconquisten los derechos que nos habían usurpado los gachupines, valgámonos del derecho de guerra para restaurar la libertad política, y alentémonos más y más para terminar tan importante empresa, que si pareció difícil al principio, veis ya lo poco que falta para concluirla.
Americanos míos, no desmayéis con los trabajos y fatigas que son inseparables de los ejércitos que conquistan. No os acostumbréis por ningún motivo a huir del enemigo con ignominia. Esperad con firmeza y aguardad con constancia el condigno premio de vuestros desvelos, porque ya no tarda el venturoso día en que os veréis coronados de laureles pacíficos y descansando con tranquilidad entre vuestras familias. No prestéis vuestros oídos a las ofertas que todavía pueden hacer los gachupines para que les entreguéis las plazas y armas americanas a su partido.
Considerad que ellos son perjuros, amigos del engaño y que después de que os expondréis a los más severos castigos, aquellos no os darán más recompensa que la que han recibido los pérfidos denunciantes de Ferrer en México, los Marañones en Guanajuato y otros muchos criollos débiles y cobardes que han sido premiados con el olvido de sus personas y con un justo e intolerable desprecio que se tienen bien merecido.
Por fin, paisanos míos, es ley prescripta en el Derecho Común y de Gentes, que se extermine al enemigo conocido. Si los gachupines no rinden sus armas ni se sujetan al gobierno de la Soberana y Suprema Junta Nacional de esta América, acabémoslos, destruyámoslos, exterminémoslos, sin envainar nuestras espadas hasta no vernos libres de sus manos impuras y sangrientas. Confiad en la protección de la Soberana Protectora nuestra, y proseguid con aliento, animosos y sin temor alguno, en la defensa de la más justa causa que se ha propuesto nación alguna en el discurso de los tiempos.
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