Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo es un ensayo que expresa una preocupación, cierta angustia al ver que lo que entendíamos por “cultura” cuando yo era joven ha ido transformándose en algo muy diferente a lo largo de mi vida hasta convertirse en la actualidad en algo esencialmente distinto de lo que entendíamos por “cultura” en los años cincuenta, sesenta y setenta. El libro trata de describir más o menos en qué ha consistido esta transformación y también de ver qué efectos puede tener esa deriva que ha tomado lo que hoy día llamamos cultura en distintos aspectos de la actividad humana –lo social, lo político, lo religioso, lo sexual, etcétera–, puesto que la cultura es algo que impregna todas las actividades de la vida.
El libro no quiere ser pesimista, pero sí quiere ser preocupante e incitar a reflexionar sobre si esa importancia esencial y hegemónica que han tomado el entretenimiento y la diversión en nuestro tiempo puede convertirse también en la columna vertebral de la vida cultural. Creo que es algo que está ocurriendo, y que está ocurriendo con el beneplácito de amplios sectores de la sociedad, incluidos aquellos que tradicionalmente representaban las instituciones y los valores culturales.
Desde mi punto de vista, Gilles Lipovetsky, uno de los pensadores modernos que han analizado con mayor profundidad y rigor esta nueva cultura. En libros como La era del vacío o El imperio de lo efímero ha descrito con gran conocimiento en qué consiste esta nueva cultura. A diferencia de mi caso, se ha acercado a ella sin inquietud, sin alarma, por el contrario con simpatía, advirtiendo en ella elementos que considera enormemente positivos: por ejemplo, el efecto democratizador de una cultura que llega a todo el mundo, una cultura que a diferencia de la cultura tradicional no hace distingos, no está monopolizada por una élite, por cenáculos de clérigos o de intelectuales, sino que de alguna manera permea al conjunto de la sociedad.
Dice también, cuestión desde luego interesante y debatible, que esta cultura ha permitido una liberación del individuo, porque, a diferencia de lo que ocurría en el pasado –cuando el individuo en cierta forma era prisionero, expresión de una cultura–, el individuo de nuestro tiempo puede elegir entre una panoplia de posibilidades culturales, ejercitando de esta manera no solo una soberanía y una voluntad, sino también una afición, una predisposición. Dice que esta cultura es una cultura del placer, que permite que uno busque su placer en actividades que hoy tienen ese signo, el ser culturales, aunque en el pasado no se les considerase como tales. Son ideas debatibles que me convencen a ratos y a ratos me dejan pensativo, y por eso creo que este puede ser un diálogo sumamente fructífero entre dos acercamientos a un mismo fenómeno desde posiciones que son diferentes pero que podrían de cierta manera ser complementarias.
Gilles Lipovetsky: Muchas gracias a usted, Mario, por esta bella presentación en la que me reconozco totalmente.
Subraya usted que esta sociedad del espectáculo crea una suerte de base ácida para el sentido noble de la cultura. Estoy de acuerdo con usted en este aspecto. He intentado teorizar sobre esta idea en un libro de próxima publicación y voy a permitirme desarrollar un poco este punto, porque creo que va en el sentido que usted enfoca. ¿Qué era la cultura noble, la alta cultura, para los modernos (y así no irnos muy lejos en la historia)? La cultura representaba el nuevo absoluto. Cuando los modernos comenzaron a desarrollar la sociedad científica y democrática, los románticos alemanes crean una especie de religión del arte, que asume la misión de aportar lo que no daban la religión ni la ciencia, porque la ciencia simplemente describía las cosas. Se produce una sacralización del arte. Los siglos XVII y XVIII nos dicen que el poeta y los artistas en general son los que muestran el camino, son los que dicen lo que antes decía la religión.
Cuando advertimos lo que es la cultura en el universo del consumo, en el universo del espectáculo, lo que llama usted la “civilización del espectáculo” –estoy totalmente de acuerdo con esa denominación: es un título magnífico–, lo que observamos es justamente la caída de ese modelo. La cultura se convierte en una parte del consumo, en una célula del consumo. Ya no estamos esperando a que la cultura cambie el mundo, como pensaba Rimbaud: cambiar la vida, cambiar el mundo. Esa era la tarea de los poetas, como Baudelaire, que rechazaba el mundo de lo utilitario. Creían que la alta cultura era lo que podía cambiar al hombre, cambiar la vida. Ahora ya nadie puede pensar que la alta cultura va a cambiar la vida. En este plano es la civilización del espectáculo la que, de hecho, ha ganado. De la cultura lo que esperamos es divertimento, una diversión un poco más elevada, pero fundamentalmente hoy lo que cambia la vida es el capitalismo, es la técnica. Y la cultura viene a ser la aureola de todo esto.
Podemos tener una visión estrictamente negativa, que no es totalmente la suya, de esta civilización del espectáculo y en general de la sociedad de consumo. Sin embargo, durante los años en los que he estudiado a la sociedad contemporánea he intentado demostrar el potencial positivo, a pesar de todo, que representa. Si tomamos el modelo tradicional de la cultura, la parte negativa es mayor, sí, es innegable. Pero la vida no solo es cultura. La vida es también la política –para nosotros, la democracia–, son las relaciones con los demás, la relación consigo mismo, con el cuerpo, la relación con el placer y con muchos otros elementos. En este plano podemos decir que la sociedad del espectáculo, la sociedad de consumo, que por un lado ha masificado los comportamientos, ha dado un mayor grado de autonomía a los individuos. ¿Por qué? Porque ha hecho que caigan los megadiscursos, las grandes ideologías políticas que marcaban a los individuos, que los ponían dentro de un régimen estanco, y los ha sustituido con el tiempo libre, con el hedonismo cultural. Las personas, en general, ya no quieren seguir a las grandes autoridades: quieren vivir felices, quieren buscar la felicidad con los medios que tengan, aunque, añadiría, no siempre lo consiguen. De cualquier manera, la sociedad de consumo, por medio del hedonismo, ha multiplicado los modelos de vida y las referencias. La televisión, por ejemplo, que ha representado una suerte de tumba de la alta cultura, ha nutrido de referencias a la gente, ha abierto los horizontes: permite a los individuos comparar. En este plano, la revolución de los modos de vida de la sociedad del espectáculo ha permitido la autonomización de los individuos, creando una especie de sociedad a la carta donde estos construyen sus modos de vida.
Creo que es un aspecto importante, porque las sociedades donde domina el espectáculo son, en general, sociedades consensuadas sobre el pacto democrático. Ya no hay luchas sociales que acaban en baños sangrientos y se ha rechazado en todos estos lugares la figura del dictador. En ese sentido creo que la sociedad del espectáculo ha permitido a las democracias vivir de una manera menos trágica, menos esquizofrénica que antes. Eso nos ha liberado en cierto modo de las dos vertientes fundamentales, o los dos grandes vicios de la edad moderna: la revolución y el nacionalismo. Donde triunfa la sociedad del espectáculo existen los nacionalismos, pero no son sangrientos, y la revolución –la gran epopeya, la gran esperanza revolucionaria escatológica que anunciaba, por ejemplo, el marxismo– ya no tiene muchos fieles ni mucha credibilidad. Recordar lo que los nacionalismos y las revoluciones significaron para el siglo XX nos permite evitar las lecturas apocalípticas de la sociedad del espectáculo, aunque sigamos siendo críticos con ella.
ENTREVISTA COMPLETA AQUÍ
No hay comentarios.:
Publicar un comentario