Vivir es morir. Un poco, día a día.
Antier cinco de marzo falleció un buen amigo, Juan Francisco Ipiña.
Fue sorpresivo. Funestamente rápido el desenlace.
Lo iba a visitar a las 2, pero antes de llegar ya se había ido.
Lo fui a alcanzar a un oratorio, hasta donde fui a saludarlo y despedirme, triste hola/adiós para siempre. Mientras miraba a su/mi mejor amigo derrumbarse en los brazos de la madre doliente, los sobrinos de Ipiña corrían entre los bancos y sillas, alegres, tan vivos, tan perfectamente acomodados en este engranaje que hace que la vida siga transcurriendo límpida y sin mayores sobresaltos.
Lo enterramos ayer.
Una lectura al azar de "El amor en los tiempos de cólera" cerró el agradecimiento de la familia, mientras lo despedimos con aplausos. Y es que creo que los aplausos son una buena manera de demostrarle a alguien que creemos que su aportación fue valiosa, que su sonrisa contó siempre para todos aquellos a quienes la regalaba, que su vida fue buena y que lo recordaremos mientras sigamos en este mundo donde la diferencia entre la vida y la muerte es tan sólo un instante breve y ligero como el beso de una mariposa, el roce de un ángel...
Ipiña fue fotógrafo, de esos de premios nacionales y así; fue promotor incansable, periodista, escritor, y sobre todo buen hijo, hermano y amigo. Un buen cuate, pues.
Desde ya lo extrañamos.
Y como el muerto al pozo y el vivo al gozo, en la noche leímos a Whitman, cosa que seguramente le habría encantado, lector empedernido que fue. Bebimos un poco a su salud, y nos/le prometimos vivir lo que nos reste de vida del mejor modo posible, haciendo lo que nos gusta y cumpliendo los cometidos que determinemos, atendiendo nuestros personales e íntimos inereses y amando, amando, amando...
Vivir es amar. Amémonos más...
Ya me fui.
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