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miércoles, febrero 25, 2009

UN CUENTO

Había una vez un candelabro muy apreciado por sus dueños, que lo habían colocado en un lugar especial sobre una preciosa mesa en el salón. A pesar de ello, el candelabro no estaba del todo convencido de su propia identidad, ni de su función en la casa donde moraba.

Las velas, esas conocidas suyas que ofrendaban la vida en rápidas ráfagas de luz o repentinos intermitentes brillos, siempre que compartían con él su resplandor, antes morir alcanzaban a decir lo hermoso y brillante que era y lo bello que resultaba su función de iluminar. Las teteras, las copas, inclusive algunos cubiertos que lograban reflejarlo, le aseguraban que era muy especial, mas el candelabro creía a veces lo dicho, y otras tantas simplemente dudaba de que todo aquello fuese verdad...

Un día, al salón donde habitaba, entraron numerosas personas que movieron muebles y objetos hasta colocar frente a la mesa del candelabro algo enorme, cubierto con una pesada cortina de terciopelo.

Cuando hubo salido la gente, el candelabro guardó silencio, esperando que el nuevo inquilino hiciera algún ruido, o diera señales de que estaba ahí, presente, igual que él. Las horas pasaron. Más personas entraron y siguieron ordenando cosas; colocaron tantas velas como fue posible en el candelabro, quien lucía radiante; las velas que fenecían en sus brazos se lo repetían, y él, en el corto fulgor de sus llamaradas, creía mirar un poco de la luz que todos le decían poseía...

La noche cayó; las velas que sucumbían en dulces, ardientes besos, eran reemplazadas diligentemente por los sirvientes, que atentos se cercioraban de que el candelabro luciera en todo su esplendor. De pronto, el señor de la casa, aquél que un día le comprara en un oscuro y sucio mercado del Cairo convencido de su belleza y valor, entró al salón de la mano de la mayor de sus hijas, quien lucía un estupendo ajuar de novia que realzaba la delicadeza de su hermosura.

Ceremonioso, grave, el hombre condujo a la doncella frente al pesado cortinaje, y con un rápido movimiento, descubrió ante los atónitos ojos de la novia y del candelabro, el más maravilloso espejo que uno podría imaginar: delicadas volutas de oro, intrincadas figuras y suaves recovecos eran su marco; innumerables historias se contaban en cada espacio de su adornada orilla y sutiles melodías parecían salir de cada rincón del espejo. Y la superficie, cristalina y pura como el más limpio de los lagos, reflejaba con profunda luminosidad cada pequeño detalle de la lindeza de la joven que se dirigía al altar.

Extasiada, la doncella parecía ahora una simple chiquilla, girando en locas vueltas de felicidad, apreciando cada detalle de su vestido, de su cabello; lo mismo se acercaba para ver un ínfimo trozo de encaje, la caída de los hilos de perlas o el brillo de sus ojos, que corría por el salón entero para ver el movimiento de la fronda y los mútiples velos.

El candelabro observaba curioso a la mujer; sin embargo, quien robaba su atención por completo era aquel espejo. Era tan bello, pensaba, y seguramente debía ser tan feliz de poder reflejar tantísima belleza, y en cambio, él...

La fiesta por la celebración de las nupcias de la primogénita del castillo fue magistral; el salón se atestó de personas que bebían, danzaba, reían, mientras el espectacular espejo magníficamente reflejaba la felicidad imperante.

La euforia fue cediendo ante la pesadez de la noche. Una vez que salieron todos y el murmullo de personas y objetos fue acallándose, pudo al fin el candelabro encontrar valor y dirigirse al espejo.

- Hola-, dijo.
- Hola-, respondió el espejo aquel.
- Eres un espejo muy hermoso- comenzó nervioso el candelabro,- eres muy afortunado en verdad al poseer tanta belleza.
- Gracias. Eres muy amable.
- Solo digo la verdad- continuó el candelabro, tomando tal valor que hasta las velas que casi morían parecieron con nuevo brío refulgir.
- Tú no te quedas atrás; eres el más maravilloso candelabro que alguna vez haya visto... ¡y mira que he visto muchas cosas!

Confundido y apenado, el candelabro replicó:
- No tienes que corresponder a mis halagos con cumplidos; soy honesto al reconocer tu belleza y no es necesario que mientas, querido espejo.
-¿Por qué dices que miento? ¿Qué en verdad no conoces tu propia belleza? Míralo pues por tí mismo.

Al escuchar esto, el candelabro puso por primera vez atención a su reflejo en aquella cristalina superficie, y lo que vio lo sorprendió.

Ahí, frente a sus ojos, se encontraba el más hermoso candelabro que podría uno imaginarse: amplio, espléndido, cubierto con delicadas figuras de oro macizo que remataban cada una de sus innumerables puntas; largos brazos coronados de espacios para cientos de velas, algunas aún encendidas, le otorgaban misteriosas sombras que acentuaban su aire distinguido,romántico, elegante, especial...

-Pero, cómo... ¿en verdad esto es lo que soy?
- Así es, candelabro: toda esa belleza eres tú.
- Yo...yo no me daba cuenta antes, no lo lograba ver.
- Ahora ya lo ves, amigo. Eres tan grande y tan bello que necesitabas un espejo tan grande como tú para que pudieras apreciar todo el esplendor de tu belleza, de la cual yo soy solo un reflejo, y que al compartirte en mi superficie, podrás siempre apreciar, disfrutar y hasta inclusive, perfeccionar. Esa es la aportación que yo, como tu espejo, puedo amorosamente brindar...

Y así, espejo y candelabro compartieron todas las horas de los días que siguieron, iluminando y reflejando con amor cada momento de la feliza existencia de los moradores de la casa, incluídos ambos objetos ocupando el sitio de honor en aquel salón...


Lorena Illoldi

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